domingo, 17 de diciembre de 2006

Pobreza y Desigualdad

SEMINARIOS CORDAID: Pobreza y desigualdad.

Panelistas:
Javier Martínez, ex director SUR (Moderador).
Ana María de la Jara, miembro del directorio de la Asociación Chilena de ONG, Acción.
Francisca Márquez, investigadora SUR.
Álvaro Díaz, ex investigador de SUR y actual subsecretario del Ministerio de Economía.

Javier Martínez
Quisiera comenzar refiriéndome a la época en que fui director de SUR, entre 1982 y 1984. Fueron años en que, además de una dictadura extremadamente dura, vivimos el período recesivo más intenso en la economía chilena de que se tenga memoria, al menos desde los años treinta. El país llegó en esa época a tasas de desocupación abierta cercanas al 20 por ciento de la fuerza de trabajo, a lo cual había que sumarle toda la gente que estaba trabajando en empleos de emergencia, Programas de Empleo Mínimo, Programas de Ocupación de Jefes de Hogar. La desocupación real alcanzaba, así, a algo más de un tercio de la población activa. Eran años en los cuales la responsabilidad de las organizaciones no gubernamentales consistía no solamente en tratar de pensar alternativas, sino, al mismo tiempo, en hacer alternativas todos los días. Eran los tiempos en que la cooperación internacional fue muy decisiva para nosotros, para experimentar formas de organización popular de subsistencia y, a la vez, pensar en alternativas de más largo alcance. Por esas épocas, me tocó investigar y escribir algunas de las primeras cosas sobre el tema de la desigualdad y las transformaciones que estaban teniendo lugar en la estructura social chilena. Es un tema que nunca he abandonado, porque es aquello por lo cual uno está en lo que está, y no dedicado simplemente al mercado y a ganar dinero.
Pobreza y desigualdad son dos temas muy profundos. No quiero decir que lo sean para las personas que estamos acá, sino muy profundos en la sociedad chilena. La sociedad chilena se pensó a sí misma, se imaginó a sí misma, al menos durante el siglo veinte, como una sociedad mesocrática; una sociedad en que el mérito de las personas podía hacerles recorrer la escala social y darles una capacidad de movilidad ascendente. Nos vimos mucho en el espejo de Uruguay, de Argentina, de Costa Rica; nos veíamos más en el espejo de Europa que en el de Estados Unidos. Buscábamos construir —y ésa fue la orientación de gran parte de los gobiernos chilenos de la segunda mitad del siglo veinte, sobre todo—, si no un Estado de bienestar, al menos un Estado de asistencia; un Estado que tuviera la capacidad de reconocer los derechos sociales de las personas y proveer las cuestiones centrales que significa la ciudadanía social: educación, salud, vivienda, sanidad ambiental…
La sociedad chilena, desde mediados del siglo veinte hasta comienzos de los años setenta, era una sociedad pobre. Si comparamos el ingreso per cápita de entonces con el de hoy, vemos que era claramente una sociedad mucho más pobre. Tenía de sí misma una idea muy igualitaria y, sin embargo, escondía grandes desigualdades. En Chile como en ninguna parte, la hacienda campesina mantenía desde los años treinta su estructura feudal y no fue tocada por las transformaciones de la clase media. Es cierto, entonces, que teníamos una visión de nuestro país mucho más igualitaria de lo que era en realidad, pero era una visión compartida por el conjunto de la clase política, que aspiraba a un país cada día más igualitario. Esto fue lo que principalmente se rompió durante la dictadura militar; no sólo la libertad, también la idea de que era bueno, posible y necesario avanzar hacía un país más igualitario.
Con la dictadura, el espejo dejó de ser Europa, pasó a ser Estados Unidos. La noción de igualdad fue estigmatizada como germen de socialismo, de comunismo. Se logró generar una ideología en los propios sectores medios en la cual la igualdad era enemiga de la libertad. Ése fue uno de los grandes debates en el terreno ideológico que llevamos adelante durante los ochenta, los noventa, y que espero que sigamos llevando hacia delante, porque es una batalla en la que todavía estamos muy lejos de tener una victoria.
Cuando hoy hablamos de pobreza y desigualdad, habría que preguntarse si son dos temas o es uno. Hay sociedades en las cuales el criterio de definición de la pobreza es un criterio relativo, no absoluto. En varios países de Europa, la pobreza se mide a partir de un dato relativo. En nuestro país, hemos adoptado una especie de metodología de definición de la pobreza que se ha hecho popular, porque es la utilizada por los organismos internacionales y a partir de la cual se deciden políticas en los organismos multilaterales. Se trata de un criterio absoluto para medir la pobreza que tiene que ver con las necesidades básicas insatisfechas o con una cierta línea definida por el precio de los productos básicos, aquellos con los que puede vivir una persona o una familia. Esto nos ha llevado a pensar que pobreza y desigualdad son dos cuestiones distintas: la pobreza, como una categoría absoluta que mide la cantidad de gente que está por debajo de una cierta línea absoluta; y la desigualdad, referida más bien a la distribución de los ingresos, de las oportunidades ocupacionales, educacionales, culturales, etcétera.
Yo diría que, en realidad, pobreza y desigualdad son dos aspectos de un mismo problema, y que lo realmente definitorio de la pobreza no es una cierta cantidad de dinero e ingresos, sino la imposibilidad de tener ningún tipo de movilidad social autónoma. Por lo tanto, es una ubicación dentro de un sistema de desigualdad en el cual no existe ninguna posibilidad de que las personas, familias o grupos superen la desigualdad por sí mismos. Yo diría: la pobreza es el extremo dependiente de una escala de desigualdad. Dependiente, y de lo que se trata ahí es saber: dependiente de quién. En sociedades más tradicionales, como la que tuvimos hasta antes de los cuarenta en Chile, era básicamente dependencia de la oligarquía. No había una dependencia directa del Estado, del gobierno. Es el reinado de la clase media lo que, de alguna manera, entre comillas “libera” a la población más pobre de Chile de la dependencia directa de la oligarquía, y traslada la dependencia hacia la acción del Estado.
Una primera cuestión, entonces, es saber cuán dependiente es la población en estado de pobreza. Ésa me resulta una pregunta más relevante que saber cuántos son los pobres, contarlos una vez más, o saber cuál es el monto de subsidios que el Estado gasta en ellos o el nivel exacto de sus ingresos. Lo que interesa saber es hasta qué punto estamos actuando sobre la dependencia de la población en estado de pobreza; es decir, hasta qué punto estamos entregando una posibilidad de autonomización y, por lo tanto, de integración, en una sociedad tan desigual como lo es la chilena.
Una segunda cuestión sobre el tema de la desigualdad es que se la puede definir de muy distintas maneras, y a veces nos enredamos en muchas discusiones que tienen que ver con la definición. Tal vez una pregunta naïve es: ¿qué es la igualdad? Se puede decir: la igualdad es que cada uno tenga lo mismo. Otra posibilidad es decir que cada uno tenga lo suyo, lo que implica que alguien tiene que definir qué es lo suyo, lo cual es el clásico tema de la equidad. Uno puede decir que la igualdad es que todos tengan la misma posibilidad de rascarse con sus propias uñas, y así en adelante. Podemos tener muchas definiciones de este tema y, por consiguiente, muchas maneras de mirar los indicadores de igualdad o desigualdad. Yo simplemente querría decir en dos o tres pinceladas lo que nos ha pasado con el tema ‘desigualdad’ visto a partir de una estricta medida, la distribución del ingreso, donde lo que ha ocurrido es que se enfrenta el imaginario del Chile antiguo con la realidad del Chile de hoy.
Tenemos la idea de que en Chile ha aumentado mucho la desigualdad. Efectivamente, si comparamos cualquier medida de distribución del ingreso, beneficios, antes de los setenta con el Chile posterior a los años ochenta, vamos a encontrar que las medidas de desigualdad tienden a crecer, todas. La distribución del ingreso se hace mucho más inequitativa, y así en adelante. Al mismo tiempo, sin embargo, las cantidades absolutas de ingresos son completamente distintas; es decir, se ha pasado de un país pobre a uno que —digamos— rasca la posibilidad de acercarse a una especie de clase media pobre del mundo. Entre los años cincuenta, sesenta, setenta y los años noventa en adelante, hay más que una duplicación del ingreso per cápita. Entremedio, hubo una transformación muy profunda de la sociedad chilena. Hace un tiempo, con Alvaro Díaz tratamos de describir en un libro qué había pasado, pero en verdad uno siempre se queda corto cuando intenta describir lo que pasó en Chile entre los setenta y los ochenta, porque cambió toda la arquitectura de la sociedad chilena.
Entre nosotros, hoy día existen muchas discusiones acerca de qué tanto más podríamos hacer para acortar las brechas de desigualdad que se generaron durante los setenta y los ochenta, y muchas veces tendemos incluso a mirar las cifras con lentes deformados. En términos gruesos, diría que si uno mira lo que ha pasado desde el año noventa hasta el día de hoy —lo decía ayer el Presidente Lagos en una reunión que tuvo con nuestros amigos—, encuentra que lo que ha pasado es básicamente que se duplicó el ingreso; que en cada uno de los quintiles de la distribución del ingreso, se duplicó el ingreso monetario. Creció algo más en el quintil más alto y en el quintil más bajo. Hablo de quintiles, porque un quintil es el 20 por ciento de la población y nuestro nivel de pobreza, de acuerdo con las mediciones estándares hoy día, abarca el 20 por ciento de la población. No me refiero, así, solamente a una medida estadística, puesto que el primer quintil es también el segmento más pobre de la población. En el período en que se duplicó el ingreso per cápita en general, en este primer quintil también se duplicó el ingreso monetario per cápita —el ingreso autónomo— y al mismo tiempo casi se duplico el aporte del Estado en políticas sociales a las familias del primer quintil.
Se podría decir, entonces, que hay algún avance en el acortamiento de la brecha de la desigualdad. Sin embargo, es un avance que no es producto de la reproducción cotidiana de la actividad económica, sino que requiere de una continua intervención del Estado. Y, por cierto, hay mucho que aprender de lo que han sido estos doce años para saber cuáles son las mejores intervenciones del Estado y cómo, al mismo tiempo, no sólo aumenta estadísticamente este ingreso imputable a prestaciones o subsidios estatales, sino también cómo estas prestaciones, estos subsidios se dirigen efectivamente hacia la autonomización de la población pobre; o sea, a su capacidad de valerse por sí misma.

Ana María de la Jara
En primer lugar, quiero agradecer a los amigos de SUR por convocarnos a pensar y reflexionar en torno a temas y preocupaciones que han marcado el camino de nuestras historias de vida, tanto en el ámbito profesional y personal como en el social y político. Asimismo, quiero, en nombre de Acción y de las ONG que son parte de esta asociación, agradecer a Cebemo, hoy Cordaid, su leal, comprometido y respetuoso apoyo y acompañamiento en nuestras búsquedas y trabajos durante tantos años, desde los años más duros de nuestra historia.
Las reflexiones que quiero compartir en este espacio surgen fundamentalmente de nuestra experiencia de intervención social, desde el trabajo realizado en las ONG. En este sentido, es necesario señalar que, si bien es estimulante para mí compartir esta mesa con amigos que han estado permanentemente aportando en el plano de la investigación y análisis social y cultural, ello también se me hace difícil y me es exigente; sin embargo, la confianza que se tiene entre amigos me llevó a optar por traer aquí nuestra visión, cuya percepción por parte de nuestros intelectuales es, sin duda, también importante.
Para las actuales ONG de desarrollo, que corresponden a los antiguos centros de investigación y educación popular, y a otros creados posteriormente con sentidos similares, los temas de este Seminario fueron precisamente los que motivaron nuestro surgimiento. Los intelectuales, profesionales y promotores sociales que a fines de los años setenta e inicios de los ochenta nos juntábamos para formar estos centros y pequeñas organizaciones, lo hacíamos buscando continuar con el compromiso que habíamos asumido desde las universidades y el trabajo en la década anterior al golpe militar. Justamente la no aceptación de la injusticia que causa la pobreza, y la aberración humana que significa la pobreza y la desigualdad de oportunidades sociales y de acceso a la toma de decisiones, fueron —entre otras— las preocupaciones y motivaciones que nos llevaron a incorporarnos en ese entonces a la construcción de una sociedad y un país distinto, con más justicia social, con más participación real, con más diversidad y aceptación de los otros.
El contexto en que surgimos la mayoría de las ONG a las que apoyó con gran solidaridad y voluntad la cooperación internacional, sin duda era de grandes pérdidas de todo tipo y de profundos retrocesos históricos. Retomar, por tanto, esos temas y grandes desafíos significó reafirmar un compromiso social y político.
Hoy, en un contexto muy distinto, con un país que ha tenido un crecimiento económico inusitado durante una década, con la normalización de las instituciones democráticas, con un gasto social multiplicado y una gran diversificación de las políticas sociales destinadas a superar la pobreza, los problemas de fondo —a nuestro juicio— siguen siendo los mismos. En cambio, los desafíos que enfrentamos para aportar a transformaciones más profundas sin duda son otros, acordes a estas circunstancias. Sin embargo, debemos reconocer que las ONG no siempre hemos logrado identificar con claridad dichos desafíos, lo que nos ha llevado en ocasiones a una cierta paralización, y otras a un desdibujamiento de nuestra razón de ser, que han debilitado nuestros vínculos con las organizaciones sociales y nuestra pertenencia y presencia en la vida social del país.
Al detenernos a mirar nuestra realidad social, podemos constatar que, si bien la pobreza ha disminuido considerablemente en términos cuantitativos, para muchas familias excluidas hoy es mucho más difícil vivir y enfrentar la realidad de la pobreza en la vida cotidiana. La pobreza se ha complejizado, afectando muchas más áreas de la vida de las personas. El miedo, el desamparo, la inseguridad, la incertidumbre en que se desenvuelve una parte importante de la población, cala muy hondo en las familias que viven en situación de pobreza. No se trata tan sólo de tener más o menos ingresos, acceder a un trabajo o tener más servicios sociales. Se trata de vivir en un contexto permanente de aislamiento, desconfianza y estigmatización; de un cierto abandono de parte de la sociedad representada en determinadas instituciones —como la Iglesia, la policía, la escuela, el consultorio—, que ciertamente cumplen entregando servicios, pero que no están presentes en los hechos que cotidianamente hacen la vida social, lo que va produciendo una constante frustración y dificulta generar una asociatividad básica en las comunidades. A esto se agrega la retirada de los partidos políticos como agentes de construcción de sociedad, de ideas y propuestas, que jugaron hasta el plebiscito un papel tan importante en la cultura de este país.
Podemos constatar también que en nuestras poblaciones, donde conviven pobres con menos pobres y con no pobres, emerge y se instala con fuerza un fenómeno de desintegración social, fruto precisamente de la desconfianza de unos con otros, de la diferenciación económica interna promovida por el sistema económico, de prácticas sociales frustradas, del escepticismo en relación con la acción colectiva y con el buen uso de los fondos financieros por parte de algunos dirigentes sociales. El tejido social se ha visto tremendamente debilitado, lo que constituye un cuello de botella para elaborar críticamente su reconstitución, o su constitución. Y ése es nuestro principal desafío.

Francisca Márquez
Cuando se me invitó a participar en este encuentro, estuve pensando en tres temas distintos sobre los cuales hablar, sin poder decidirme. Finalmente, creo que voy a referirme a los tres. Y fueron tres temas por lo siguiente: en un minuto pensé hablar de mí, de mi entrada en SUR, pero me di cuenta de que no iba a dar para tanto y decidí hablar de lo que ha sido el pensamiento de SUR desde que yo lo conozco. Después cambié y me dije que iba a hablar un poco de lo que yo veo en SUR. Y finalmente, me referiré a las tres cosas, bastante brevemente.
Fue en 1987 que puse por primera vez los pies en SUR, recién titulada de antropóloga y en busca de un trabajo. Ese año entré a formar parte del equipo del Fondo de Pequeños Proyectos Productivos, y por primera vez escuché hablar de la economía solidaria. Venía de Antropología de la Universidad de Chile, donde a duras penas leíamos los viejos y polvorientos libros de la Margaret Mead, Malinowski, Mauss… y con suerte a Claude Levi Strauss. Autorreferida y reprimida, la vida y los aprendizajes se hacían en lo esencial más allá de las aulas del aquel entonces Pedagógico. Para los que teníamos diez años el 73, los espacios de aprendizajes eran otros: la calle, las protestas, las poblaciones, la Radio Cooperativa, las ONG, tal vez los partidos…
Fue en SUR donde inicié mi segunda escuela. Una escuela que se hizo a punta de recorrer poblaciones en micro, de ir a La Pintana, San Gregorio… Ahí, independientemente de que creyéramos en la solidaridad de la economía o en la economía de la solidaridad, se nos empezó a mostrar una ciudad, una ciudad llena de vida, y también de resistencia: mucha olla común, mucho taller, que en esa época no se hablaba todavía de microempresa. Ésos fueron mis primeros y más serios trabajos de terreno, y fue allí donde, a punta de calor y modorras de trayectos en micro, me autotitulé de antropóloga urbana, pese a la incredulidad de algunos antropólogos que insistían en que la antropología no podía sino construirse entre etnias y comunidades indígenas.
Fue por ese entonces que percibí la desigualdad en todas sus facetas, en todas sus caras. No voy a olvidar nunca el día en que Eugenio Tironi nos pagó a Jorge Razeto y a mí, que éramos jóvenes, un curso con Fernando Flores; un curso porque se terminaba la dictadura y se iniciaba la democracia y de alguna manera había que ponerse al día. El curso se llamaba Comunicación Directa para la Acción, y se daba en los elegantes salones del Hotel Carrera. Recuerdo que partimos con Jorge, después de haber estado años recorriendo poblaciones, a este curso, donde me tocó presenciar una escena que para mí fue muy marcadora, que nunca voy a olvidar, donde se hizo patente cómo la desigualdad podía cambiar su cara, podía modernizarse, pero finalmente persistía. Esta imagen que guardo de las largas jornadas junto a Fernando Flores es la de una secretaria, pequeña, gordita, bonita, parada en el pódium junto a Fernando Flores, afanada en seguir las recomendaciones de aprender a decir que no cuando se desea y aprender a decir que no al jefe, cosa que era bastante difícil. Los ejercicios se sucedían unos tras otros. Fernando Flores le enseñaba con una música de fondo, que era Carmen. Le enseñaba a resistir las peticiones y mandatos desmedidos del jefe, como por ejemplo la de sobrepasar las ocho horas de trabajo, y ella seguía, ya de manera hábil, los ejercicios. Ensayaba, Fernando Flores hacía de jefe, ella hacía de secretaria, Y al final, cuando ya terminaba el ejercicio, ella se paró frente a Fernando Flores y a nosotros que la mirábamos, y dijo: “Si yo hago todo esto, me van a echar”. El ejercicio terminó con una gran risotada de todos, porque era evidente: al final de cuentas, ninguno de esos ejercicios que parecían tan modernos y aparentemente tan fáciles de hacer, ella podía hacerlos. A pesar del despliegue escénico, la desigualdad estaba ahí claramente, disfrazada de modernidad en salones elegantes. Para mí fue un claro aviso de que lo que se venía no era fácil, a pesar de la democracia que se anunciaba.
Pensando en esta intervención, me conseguí algunos viejos números de la revista Proposiciones para echarles una mirada y recorrer un poco el pensamiento de SUR en los años ochenta, principalmente. El primer volumen que me encontraron fue uno del año 82, de ésos con una reproducción de la Mafalda de Quino en la tapa. Empecé a hojear estas revistas —encontramos varias, en realidad— y lo que empezó como un hojeo se me empezó a hacer un poco largo, porque me las leí enteras. Me puse hasta a tomar apuntes, pero lo que más me sorprendió —estamos hablando del año 82, 84, me quedé en el 86—, lo que más me impresionó fue esto: la actualidad, la sensación de que finalmente lo que yo estaba leyendo ahí podría haber sido publicado en una Proposiciones del año 2000. Sin embargo, más allá de unos conceptos y algunas palabras que surgen con reiteración en estos textos, hay algo que ha cambiado, algo en que hay una diferencia brutal y que no podría estar en un texto de hoy: es el tema de la esperanza.
Sin duda, todo lo que se escribía en Proposiciones en esos años apuntaba a la esperanza, a lo que ya viene. Lo que se hablaba era siempre lanzando invitación; todos los textos terminan invitando, invitando a una acción, invitando a un camino. Por ejemplo, el año 82, encontré un texto de Alfredo Rodríguez en que preguntaba —y estoy segura de que esa frase la tiene también en algún número de actual boletín Temas Sociales— qué hacer frente a una ciudad que nos segrega, disgrega, atomiza cotidianamente, frente a una cuidad que ha dejado de lado la previsión colectiva de su futuro. Me sorprendió esa pregunta, porque hoy día también la podríamos hacer, y Alfredo la hizo y la sigue haciendo. Y a continuación nos invitaba a pensar alternativas a esta realidad autoritaria y a descubrir que, a pesar de todo, hay gente que en distinto orden de cosas está realizando obras que muestran nuevos caminos, gente que realiza experiencias portadoras de futuro. En eso, diría, puede haber un cambio, una diferencia: no sé si podríamos decir lo mismo hoy día, después de diez años de democracia. No estoy segura.
Después, en un número del año 84, aparecía un texto del Colectivo de Trabajadores Sociales, que me parece fue escrito por Andrea Rodó. En ese texto, ellos daban cuenta del temporal de ese año, y hablaban de las ollas comunes y del orden que se imponía el invierno del 84. Me sorprendió mucho, porque en el libro La desigualdad, José Bengoa escribió justamente sobre el temporal del año 97 como un hito donde finalmente, en este país que cree que crece —y que crece efectivamente a pasos agigantados, que se moderniza—, los hechos climáticos, como son los temporales que de vez en cuando nos azotan, dejan entrever, en este caso fundamentalmente a través de los medios de comunicación, una pobreza que creíamos ya superada. El texto del año 84 es similar al texto del 97 de Pepe, y eso también me pareció absolutamente actual.
En el mismo año 84, Vicente Espinoza se preguntaba por las condiciones para que algunos procesos de conflictos urbanos —las protestas de esos tiempos— derivaran en la configuración de actores sociales. Esa pregunta y ese debate ya son viejos. Sin duda, no es un debate actual. Sin embargo, ya en aquellos años invitaba a superar la categoría de ‘poblador’ como pobre o como carenciado, para reemplazarla por ‘habitante de la ciudad’, vale decir, ciudadano pobre. Y argumentaba que no era la carencia lo que podía constituir a los pobladores como movimiento, sino la referencia más global a sus derechos como habitantes de la ciudad. Éste sí es, sin duda, un debate absolutamente actual. Tal vez el concepto de ‘movimiento social’ ha sido superado por uno mucho más tecnocrático, mucho menos insinuador, el de ‘participación’. Éste ha venido a reemplazar y a empobrecer de alguna manera el concepto de movimientos sociales, pero no por ello ha perdido vigencia.
Después están los textos de Eduardo Valenzuela, que habla de la rebelión de los jóvenes, entendida como el más claro síntoma de la frustración modernista, una reacción a los desequilibrios que ella provocaba. Si la empresa de la modernización consistía en constituir y alentar las disposiciones hacia la movilidad (secularización) y ofrecer los recursos necesarios para realizar tales disposiciones, Eduardo nos advertía que en los ochenta la única participación tolerada era aquella realizada individualmente en el mercado. El principio de la integración era el que resultaba entre sujetos mutuamente orientados hacia la satisfacción de sus propios fines. El Estado había dejado de proveer los mecanismos de integración necesarios, negándose a ejercer protección y control sobre la operación del libre intercambio. Ya a mediados de los ochenta se advertía que el resultado de la aplicación de estos modelos no era solamente el acrecentamiento de las desigualdades y la marginalización creciente de los estratos populares respecto de las posibilidades de movilidad, sino también la desintegración de la vida colectiva, reducida a relaciones privadas de mercado, o la atomización de las relaciones sociales.
En 1986 Eugenio Tironi levanta la sociología de la decadencia —la decadencia como un concepto y una categoría de análisis social de lo que pasaba en esos períodos— en oposición a una sociología de la modernización. Los fenómenos de anomia, violencia y apatía colectiva eran interpretados como signos de la disolución de las formas institucionales y simbólicas que constituían nuestra sociedad. Disolución social y Estado autoritario, nos advertía Eugenio, como dos fenómenos que se superponían mutuamente.
También releí una estupenda encuesta, la del año 85, sobre los pobladores del Gran Santiago. Aparece ahí una radiografía de lo que sucedía en nuestra ciudad, de los ‘pobladores’, para usar la terminología de esos tiempos, entendidos como los que están en la ciudad pero no participan de sus beneficios. Ya en aquellos años se advertía que en nuestro país se había aplicado en los hechos la política del apartheid. Pese a todo, el estudio advertía que en los pobladores prevalecía una clara voluntad de integración social y de movilidad, proceso que se asociaba claramente a la democracia. Respecto de esta encuesta, diría que hay un debate central que marca el pensamiento de SUR. Por supuesto que los datos duros que ella trae pueden ser leídos de mil maneras, y enfrentadas a los mismos porcentajes, las interpretaciones pueden ser distintas. Desde aquí, distingo dos posiciones en SUR. Una es la de aquellos que advertían que, tras las cifras, habría pruebas del valor de la solidaridad y del espíritu de progreso que persistía entre los pobladores. Representante de esta visión es, sin duda, Luis Razeto, con su Economía del ‘Factor C’ (Confianza, Comunidad, Cooperación), vista como el capital más innovador de los pobladores al servicio de la creación de una fuente de trabajo, pero también de un nuevo modelo de lo social.
Frente a esa posición, estaban quienes insistían en la crisis de los modelos seculares de identidad y de integración social. Es el caso de Eduardo Valenzuela, que rescataba la importancia que adquiría la religiosidad en el mundo popular y en el declive de la participación social. Debate que me sorprendió mucho, porque hoy día la derecha, especialmente Arturo Fontaine y el CEP (Centro de Estudios Públicos), levantan aproximadamente esta misma hipótesis. Para ellos, lo que está sucediendo hoy día es una resistencia brutal frente a la modernidad secular: vemos cómo las capas más altas, el empresariado de elite, se organizan y refuerzan su mirada más católica, la apostólica romana; cómo la Iglesia Evangélica ocupa un espacio central en las vidas de las capas más bajas…
El debate de esos años sobre la ciudad y la pobreza era contradictorio, profundo, mucho más profundo de lo que es hoy día, y sorprendentemente actual, con preguntas que siguen vigentes. Y aquí entro a la tercera y última parte de lo que quería decir hoy día: la pregunta que me queda dando vueltas después de leer estas revistas Proposiciones, finalmente tiene que ver con qué es lo nuevo aquí. ¿O es que no hay nada nuevo, finalmente? Porque de repente pareciera que todas las preguntas estuvieran aún aquí dando vueltas, las miradas puestas sobre aquellos que confían y tienen mucha esperanza en la modernización y en el modelo de este país, y aquellos que insisten en denunciar las perversiones que él tiene.
Tratando de responder un poco a qué es lo nuevo, o a la posibilidad de que no haya nada nuevo, quiero plantear que la desigualdad en este país, más que una categoría socioeconómica, más que una categoría dura, de alguna manera se ha transformado en una categoría de representación y de orientación cultural que guía no solamente nuestras acciones cotidianas, sino también nuestra manera de imaginar el país. Y tal vez ni siquiera esto es nuevo. Probablemente la comunidad de los desiguales, como escribía José Bengoa, ha existido siempre; y probablemente no hemos avanzado mucho en eso, y quizá tampoco se ha agravado. Pero lo que sí creo nuevo es que, durante estos diez años, hemos aprendido a creernos y a desearnos modernos y competitivos. Yo diría que ahí está el sello, la diferencia con los años ochenta. En un Seminario sobre el Chile que viene al que asistí recientemente, los dos conceptos más nombrados, que más se analizaron y se acariciaron, fueron sin duda los de modernidad y competitividad como las claves de este país. El último, sobre todo, es un concepto que no encontré en la revisión de la revista Proposiciones.
Sin duda hemos aprendido mucho; hemos aprendido a ser modernos y competitivos, y las cifras no lo desmienten. Pero no sólo ahí está lo nuevo. Durante los años noventa, este país se ha llenado de patios traseros. Y si bien los hubo durante la dictadura, hoy día, en tiempos de democracia, esa realidad se ha exacerbado. Los patios traseros persisten, remozados y acordes a los nuevos tiempos.
Cuando digo ‘patios traseros’, estoy pensando fundamentalmente en espacios de esta sociedad, espacios de tabú, espacios de ocultamiento, espacios de ‘no dichos’. Hoy se intenta mostrar un país con una fachada moderna y competitiva, y todo aquello que atente contra la competitividad y la modernidad pasa a ocupar ese patio trasero; pasa a ser, de alguna manera, la basura del país, y ello sea cual sea el costo que tenemos que pagar. En el libro La desigualdad, las biografías recopiladas dejan muy en claro que el costo de esos patios traseros es altísimo; y, sin embargo, muchas veces estamos dispuestos a pagarlo.
Son muchos los casos que muestran que Chile continúa siendo una sociedad desigual, que Chile continúa teniendo patios traseros. Y también son numerosos los estudios que señalan que los chilenos perciben que la desigualdad es inherente a las relaciones sociales y que ella va a existir siempre, porque la distancia entre ricos y pobres de ninguna manera va a disminuir. Pero, en verdad, la percepción de desigualdad no tiene que ver necesariamente sólo con la cantidad de pobres —hay casi tres millones de personas de un total de quince que viven en condiciones precarias— ni con las distancias entre los sectores sociales. La percepción de desigualdad nace, primero, de la evidencia de que en este país hay categorías de ciudadanos diferentes; en otras palabras, de que la carta de ciudadanía no es igual para todos. En concreto, esto quiere decir que hay una homologación clara entre origen social y ciudadanía; remite a la importancia que adquiere la familia de origen. De ella depende el que cada uno logre cierta movilidad social, logre ejercer plenamente sus derechos económicos, sociales y políticos. En Chile, la familia de origen sigue siendo clave.
En segundo lugar, la percepción de la desigualdad se fortalece, y también se reproduce, por la evidencia que nos otorga la propia experiencia respecto de que el esfuerzo personal no necesariamente lleva al éxito, y tampoco asegura igualdad de derechos. Esto aparece muy claramente en la encuesta de Marta Lagos, donde se muestra que un buen contacto — un buen ‘pituto’, dicho en chileno— puede valer mucho más que la innovación, el ahorro y el trabajo. Los chilenos confiamos mucho más en el contacto que en el propio esfuerzo, y sentimos que para surgir y ser alguien en la vida, más que contar con el apoyo y la confianza de los demás, se necesita tener los contactos adecuados. Por lo tanto, para quienes nacieron pobres y con pocos contactos, con pocos vínculos, son altamente probables las posibilidades de reproducirse en la pobreza.
Tercero, la percepción de la desigualdad se reproduce también de la evidencia de que, en Chile, ser alguien en la vida es un esfuerzo solitario, individual, y altamente vulnerable en una sociedad que se muestra competitiva y exigente, y donde las oportunidades no se reparten por igual. En una encuesta que acabamos de terminar con Vicente Espinoza, en la cual comparamos lo que sucede en Santiago, Montevideo y Buenos Aires, queda patente que los chilenos, los santiaguinos en particular, perciben que para surgir en la vida es necesario competir, y que para ello se requiere no sólo tener las metas personales claras, sino también distinguirse de los demás y mostrar lo mejor de sí.[1] Es una labor de estratega, y fundamentalmente solitaria. Diferente es el caso de Montevideo, donde también se percibe que para surgir en la vida hay que ser competitivo y estratega, pero el límite a esas características está puesto por la confianza y el respeto de los demás. La alternativa de ser confiable y respetado para poder surgir en la vida muestra el más bajo porcentaje de preferencias en Chile. Lo sorprendente, sin embargo, tal vez no es esta dimensión, sino la brutal distancia que existe en Chile —y esta encuesta lo muestra muy claramente— entre el ‘deber ser’, entre los valores que orientan la vida, y lo que se percibe como efectivamente conveniente para surgir en la vida. Hay una enorme distancia entre una mirada valórica muy conservadora —la fe en Dios, por ejemplo, o un discurso sobre la familia unida y el trabajo como valores abstracto y heredados— y un hacer absolutamente competitivo, moderno, que incluso está dispuesto a sacrificar ese viejo mapa heredado de los padres en aras del éxito. Podría pensarse que esta esquizofrenia es un rasgo de la modernidad. Sin embargo, mirando Buenos Aires, en medio de la gran crisis que vive, y mirando Uruguay, descubrimos que allí esta esquizofrenia no existe. En Uruguay —una sociedad fundamentalmente laica—, se percibe que los valores que la guían se relacionan básicamente con el esfuerzo, pero que al momento de competir por la igualdad y el acceso a los espacios del mercado, las personas se plantean la necesidad de ser congruentes con ciertos principios básicos de sociabilidad. En Chile la competencia es más solitaria, más individual; por lo tanto, no es extraño que en la encuesta, al igual que en el Informe de Desarrollo Humano del PNUD sobre Chile hecho en 1998, aparezcan los más bajos índices de apoyo y confianza en el vecino, en comparación con los de Argentina y Uruguay.
En una sociedad donde la invitación a competir y a mostrar lo mejor de sí vuelve especialmente vulnerables a quien tiene poco que mostrar, está claro que el peso de los orígenes, señales como el color de la piel, por ejemplo, o ciertos rasgos, signan y a menudo fijan a quien los tiene en su posición inicial. Los temas de la apariencia, del buen vestir, de aprender a hablar bien, nos aparecieron en esta encuesta con un porcentaje altísimo dentro de los santiaguinos, cosa que no ocurre ni en Buenos Aires ni en Montevideo. La apariencia, el aparentar ser integrado, el aparentar, el teñirse el pelo, el buscar parecerse a la raza aria o europea (por lo menos la del norte), es hoy día una estrategia central para integrarse a esta sociedad, para encontrar un empleo. Por lo tanto, ocultar los propios orígenes pasa a ser, sin duda, un recurso de competitividad. Todo ello no puede sino ser comprendido como expresión de una sociedad que sabe que la clase social, los orígenes, son un recurso central en una sociedad altamente competitiva y desigual.
Y tras la desconfianza y el ocultamiento que se instala y acrecienta en cada uno de nosotros, en este teñirse el pelo, en este hacerse como que se vive en otro barrio —ocultar, por ejemplo, el nombre del propio barrio si se vive en uno muy pobre—, lo que está siempre agazapado es el temor a terminar ocupando el patio trasero. Competitividad, desconfianza y apariencia son los rasgos que hoy día signan la cultura de nuestro angosto y desigual país.

Álvaro Díaz
Al igual que los expositores que me antecedieron, quiero agradecer la invitación de SUR y felicitar la presencia de los amigos de Cebemo, cuya contribución al desarrollo de SUR, especialmente en la década de los ochenta, fue tan importante.
Soy economista y sociólogo, y mi ámbito central de preocupación ha estado constituido por los temas del desarrollo. En el tema que ahora nos ocupa —el de la desigualdad, la heterogeneidad y, por lo tanto, también la pobreza—, quiero comenzar mi presentación diciendo que en el transcurso de la década de los noventa, los ingresos per cápita se duplicaron, y también lo hicieron en cada uno de los quintiles de ingreso. De esta forma, la distribución del ingreso en el año 1990 y en el 2000 esencialmente se mantuvo igual, aunque hubo una reducción en la pobreza. Según la forma en que medimos en Chile la pobreza, se pasó del orden de los cuatro millones y tanto de pobres a principios de los noventa, esto es, cerca del 40 por ciento, a entre 22 y 23 por ciento. Pero también es necesario considerar que actualmente ya no estamos creciendo al 6 por ciento; éste es el quinto año en que el crecimiento está en torno al 3 por ciento, por lo que es muy probable que la encuesta Casen de diciembre de este año indique que hay o igual número de pobres que en la última medición, o se incremente esa cifra.
La encuesta Casen del año 2000, si bien mostraba una disminución de la pobreza, señalaba un incremento de la indigencia. Es mi intuición que la encuesta Casen del año 2002 mostrará un incremento de la pobreza. Esa encuesta se procesará a medidos del año 2003, y va a estar rondando todo el debate del 2004, hasta que tengamos una nueva encuesta en diciembre de ese año. Entonces, posiblemente el tema de la desigualdad y la pobreza estará en el debate nacional en los próximos años; y la Concertación, este gobierno, no tendrá —como lo tuvieron los gobiernos anteriores— grandes disminuciones de pobreza. Habrá estancamiento, por lo menos, en el nivel de la pobreza, y probablemente mantenimiento de la desigualdad, medida como distribución del ingreso.
Lo anterior es cuestión de extrema relevancia, porque los que estamos acá no hemos trabajado sólo por la transición democrática, sino también por un país que crezca con mayor igualdad, con mayor protección social, como decimos hoy día. Ése es uno de los grandes temas de la coalición de partidos que llegó al gobierno, que nos lleva a volver a preguntarnos por qué se reproduce la desigualdad y por qué se reproduce la pobreza.
Estructuralmente, hay dos grandes causales. Una, clásica entre los economistas, es la llamada heterogeneidad estructural. Ciertamente hay desigualdad en la productividad de las grandes empresas y las pequeñas empresas; ciertamente hay una concentración territorial del producto en la Región Metropolitana en comparación con las regiones. Ciertamente hay ciertos sectores que son más competitivos que otros. Y todo eso explica parte de los temas de la desigualdad.
Sin embargo, hay otra dimensión en la desigualdad y la pobreza que los economistas —sobre todo aquellos de orientación ortodoxa—, no muestran, y que los economistas más heterodoxos —entre los cuales creo situarme— sí mostramos, aunque no con suficiente fuerza; y es la dimensión institucional o de asimetría de poder, de información y de organización que están presentes en nuestra sociedad. Éste es un tema que de alguna forma los economistas evaden. El poder no es una categoría económica, no es medible económicamente y no entra en el análisis económico; sin embargo, es una categoría central de toda organización económica. La economía no es puramente mercado; el mercado no es una abstracción, está fundado en instituciones, en normas, en convenciones, y esas normas y convenciones generan mayor o menor simetría. Éste es un tema crucial para ser discutido en nuestro país. Creo que no es la pobreza la causa de la injusticia, sino que la injusticia causa la pobreza. Los pobres no son pobres porque tengan pocos ingresos, sino porque tienen poco poder. Esto es lo que hay en el trasfondo de la heterogeneidad, de la desigualdad y la pobreza. Ello constituye una materia que, en mi opinión, recorre nuestra institucionalidad y forma parte de un debate que no se refiere sólo a la institucionalidad democrática, que no apunta únicamente a terminar con los senadores designados, con los enclaves autoritarios aún presentes en nuestra institucionalidad; se refiere al autoritarismo que se reproduce tras los muros de la empresa o en las comunidades o en muchas partes de la sociedad. Éste ya no es un tema de herencia de la dictadura, sino del tipo de economía, del tipo de capitalismo existente en el mundo, porque no se trata de algo que sólo ocurra en Chile.
Me parece esencial tomar en cuenta estas dimensiones estructurales que explican la constante reproducción de la desigualdad y la pobreza. Ahora, hay también factores dinámicos —de dinámica histórica— que están en continuo desarrollo. En Chile, como en pocas sociedades en América Latina —o al igual que el resto de América Latina, pero con una exacerbación muy notable—, se han dado procesos de emergencia de nuevas estructuras dinámicas, competitivas, de sectores que obtienen más ingresos, que consumen más, y ello junto con una desestructuración permanente. Un ejemplo de ello, que siempre traigo a colación, es lo ocurrido en los años 1990 y 1998, en que el empleo industrial creció al 2 por ciento anual. Sin embargo, tras ese 2 por ciento había una creación de nuevos empleos industriales de 17 por ciento al año, y una destrucción de un 15 por ciento al año, también de empleos industriales, variaciones que se daban en distintas rama del sector.
En promedio, la sociedad chilena ha elevado sus niveles de ingresos; pero si uno se adentra en esos promedios, ve enormes fluctuaciones —crecidas de ingresos, caídas de ingresos— en la vida productiva de las personas. Y eso desestructura la sociedad civil. La sociedad civil no emerge de la noche a la mañana. Por ejemplo, construir sindicatos no es una tarea fácil, todos lo saben. Los sindicatos existen precisamente en los sectores que están en declinación, no en los sectores emergentes; ello ocurre en todos los países del mundo, y en Chile se dio y se da de manera muy aguda.
Una segunda cuestión que comparto, es que la pobreza se ha complejizado. En la actualidad la seguimos midiendo según la canasta básica establecida en 1990, pero si la midiéramos con respecto a la canasta de consumo de hoy, nos daríamos cuenta de ciertas carencias que se han hecho mucho más patentes. Hoy día el gasto de una familia en electricidad, en teléfono y agua potable, es muy superior al de hace diez años atrás. Y el flujo de pagos que el acceso a esos servicios significa impacta en el nivel de vida, pues es dinero que antes se destinaba a comprar comida o a pagar la escuela. Ser pobre hoy no es lo que era ser pobre hace diez años atrás. Hoy día ser pobre es no tener teléfono; y en diez, quince años más, la pobreza va a ser no tener acceso a internet. Es algo que va más allá de los indicadores, algo que tiene más que ver con la psicología social, con la percepción de cada uno.
Y en tercer lugar —junto con el proceso de estructuración / desestructuración y la existencia de una pobreza más compleja, más diversa— está el marco de una sociedad civil que percibo más débil que antes, pues no es lo mismo ser pobre sin partidos políticos que defiendan, a serlo contando con ellos. La UDI (Unión Demócrata Independiente) está haciendo trabajos políticos muy claros en las poblaciones —curiosamente, la UDI ha reforzado el sistema de partidos políticos—, pero, en general, los partidos políticos no discuten el tema de la sociedad civil o la vinculación con la sociedad civil.
Yo creo que estas tres dimensiones dinámicas explican la reproducción de la desigualdad y la pobreza. Ahora, esto se da en el contexto de una economía que se ha mantenido en crecimiento durante más de una década, y donde se ha expandido sistemáticamente el gasto social. En ningún país de América Latina ha ocurrido eso, en ningún país de América Latina el salario ha crecido sistemáticamente en términos reales, y esto es lo que ha ocurrido en Chile. El gasto en salud, el gasto en educación son constantes de la década y siguen siéndolo, más allá de todos los debates sobre la real crisis de esos sistemas y de los modelos neoliberales en que se fundan. Estos sistemas están en crisis, y ya no responden a las demandas de la población. Y subsisten por estar subsidiados, lo que significa un real gasto social de parte del Estado.

Intervenciones.

Javier Martínez
En un intento por acotar los temas, creo que se han planeado tres cosas muy gruesas. Una es la fuerza que tiene entre nosotros, en el movimiento que surgió desde las ONG, desde la sociedad civil, el valor de la igualdad; y concomitantemente, la incomodidad que sentimos hoy día con el país que estamos viviendo, con lo que estamos haciendo desde las ONG, desde el Estado, desde la cultura, desde la política. Hay una fuerza muy potente que nos mueve y que nos tiene incómodos, y en torno a esto hay que repensar el tema de cómo se trabaja a favor de una sociedad más igualitaria, desde cada uno de los distintos ámbitos de acción.
La segunda cosa mencionada acá de distintas maneras y que me parece muy importante, tiene que ver con la complejidad de la pobreza actual, en comparación con la que teníamos años atrás. Como decía el viejo profesor Aníbal Pinto, como que hemos superado la etapa fácil de superación de pobreza, y entramos a la etapa difícil. El Presidente Lagos decía ayer en la reunión que hay un conjunto de instrumentos que permitieron bajar la pobreza del 40 al 20 por ciento, pero probablemente son otros los que nos llevarían a bajarla del 20 al 15 por ciento. Es una pobreza distinta, cada día más dura, la que tenemos que ir enfrentando. Es más compleja, y al mismo tiempo es una pobreza que hay que ver y medir en términos más relativos, que no puede definirse solamente a partir de ciertos criterios absolutos de estándares vitales.
Por último, quería contarles una rareza que de alguna manera resume lo que planteó Francisca Márquez. Es una frase que me parece una rareza en el mundo. Alguien dijo que la verdadera igualdad no es la que tenemos los seres humanos a los ojos de Dios, porque eso solamente podría comprobarlo Dios, y nosotros no podemos saberlo; que tampoco es la igualdad que los seres humanos tenemos ante la ley, porque eso sólo podrán decirlo en algún momento los jueces. Que la verdadera igualdad entre los seres humanos es la que sentimos cuando nos miramos unos a otros a los ojos. Esta frase, que tiene que ver con la igualdad, apunta finalmente a una dignidad en el trato, una relación entre seres humanos. Y no la dijo ni Carlos Marx ni Juan Pablo Segundo. Curiosamente, la dijo Ronald Reagan.
Hay, entonces, estos tres temas —nuestra incomodidad frente a la desigualdad, la complejidad creciente de la pobreza, y la multidimensionalidad del tema de la desigualdad—, que apuntan a buscar las causas de la pobreza en ámbitos distintos al meramente económico, y una forma de vida distinta de la que estamos viendo hoy día en nuestra sociedad.

Fernando Muñoz, Movimiento Unificado de Minorías Sexuales (MUMS).

Pertenezco al Movimiento Unificado de Minorías Sexuales, y quisiera plantear un par de preguntas y un par de inquietudes. Debido a la especificidad del tema que trabajamos, nuestra desigualdad, más que en lo económico, siempre se ha manifestado en el ámbito de la aceptación de la diversidad, la aceptación del otro; en la forma en que nos relacionamos con el poder y el acceso que podemos tener a ese poder. Es desde esa perspectiva que querría plantear la pregunta sobre el rol de las ONG y de los movimientos sociales.
Hay, al respecto, dos cuestiones interesantes. Una se refiere a cómo las personas pueden relacionarse o abrirse paso en torno al poder. Se planteaba que la ciudadanía y la participación eran algo lejano; que existe ciudadanía y participación cuando se tiene algo de ese poder, cuando se tiene acceso a los medios de comunicación, cuando existe posibilidad de respuesta, cuando la institución tiene la capacidad de enfrentar el punto que se le plantea.
Lo otro que me interesa se refiere al tema del diálogo, en el sentido de cómo nos relacionamos con el poder. Se mencionó que muchas veces estamos dialogando con un interlocutor que no quiere escuchar, y que eso es parte de las sorpresas del actual período. En el período anterior, autoritario, nos planteamos contra el Estado y contra el gobierno; en el período actual, inicialmente nos planteamos como junto al gobierno; y hoy no sabemos exactamente en qué parada estamos. Porque parece que no nos entendemos, no dialogamos; o, por lo menos, ésa ha sido la experiencia que nos ha tocado a nosotros. Es un diálogo que te pide incondicionalidad, que te pide adscribirte a las políticas, que te pide muchas veces no disentir demasiado; o, si se disiente, hacerlo sólo privadamente, en reuniones y no públicamente.
Ésas eran algunas inquietudes que yo quisiera poner sobre el tapete, recogiendo algo de lo planteado por los expositores.

Luciano Padrao, CERIS-PAC (Rio de Janeiro, Brasil).
Creo importante que la mesa esclareciera dos aspectos. El primero se refiere a la dimensión de la pobreza, considerando que se trata de un concepto que puede tener muchas interpretaciones. El segundo, qué contingente de personas en Chile pueden ser hoy catalogadas como pobres o como marginalizadas. En Brasil, actualmente se habla mucho de la pobreza, de los excluidos, pero no se sabe efectivamente quiénes son estos excluidos. Los programas específicos que son destinados a las personas clasificadas como excluidas no llegan a ellas, porque no hay un sistema que permita identificarlas claramente.
También me gustaría saber si hay en Chile efectivamente programas sociales, económicos, destinados específicamente a este contingente que es clasificado como excluido; programas sociales, de educación, programas destinados a combatir la pobreza.

Ana María de la Jara.
Me preocupa la cita hecha por Javier Martínez al final de su intervención, la frase de Reagan, porque creo que es tremendamente conservadora. Implica que frente al tema de la igualdad, el Estado no tiene ningún papel que desempeñar. Creo que eso es algo que nos debe preocupar, porque ese texto supone que la igualdad es un problema entre nosotros, y que entre nosotros —entre nuestros ojos— nos arreglamos.

José Bengoa
Según el director del Instituto de Economía de la Universidad de Chile, si se considera a quienes están en la frontera de arriba de la línea de pobreza, en Chile los pobres llegan a cuatro millones y medio. Y todos los datos muestran que esas personas, aunque estén bordeando hacia arriba o hacia abajo la línea de pobreza, no están en ningún proceso de movilidad de ninguna naturaleza. Aquí, tal como lo señaló Francisca Márquez, estamos ante un proceso de discriminación; el fenómeno más importante que se ha instalado en la sociedad chilena hoy día, es un proceso de discriminación. Discriminación que en muchos casos es racial, como ella misma lo mostró, en el sentido de que la apariencia física, la manera de hablar, de gesticular, la manera de ser, se transforman en impedimentos para la movilidad. Estamos ante una sociedad hiper-conservadora, una sociedad que se ha estratificado, que se ha dividido ya no en clases, sino en estratos extremadamente rígidos. De ahí que en La desigualdad planteáramos que la sociedad chilena, desde comienzos del siglo veintiuno, se parece más a la sociedad del siglo diecinueve que a la del siglo veinte. Es una situación muy complicada, que exigiría una conciencia y una claridad de acción cultural, pero también una conciencia de parte del Estado, de parte del gobierno. Porque el problema del conservadurismo en Chile hoy día no es un problema puramente cultural, relacionado con el divorcio, el aborto y la píldora del día después. El conservadurismo en Chile hoy día tiene que ver con esto que estamos hablando en este Seminario: la discriminación como factor generador de la desigualdad, la marginalización y la pobreza.

Lucinda Pichicona.
Vengo de Temuco, y no sé si es rabia lo que tengo, pero continúa la pobreza y continúa la desigualdad con mi pueblo. Eso es muy triste para nosotros, porque muchos pelean, hay grandes conflictos en mi pueblo, por la tierra. Pensamos que la tierra es la que nos da la vida y, por lo tanto, muchos decíamos, “si tengo que pelear, doy mi vida por mi tierra, por acabar con la pobreza”. Queremos vivir. Sin embargo, no nos escuchan. Se habla de igualdad, de desigualdad, se habla de pobreza. El gobierno ha dicho que la región donde nosotros vivimos es la más pobre, y muchas veces se dice que somos un lastre para el desarrollo. Eso quiero decir.

Ana María de la Jara
En cuanto al tema pobreza y desigualdad, creo que la pobreza es también una percepción de frustración de la vida. En ese sentido, la pobreza no es sólo un problema de número, de más o menos políticas sociales. Pueden seguir llegando muchas más políticas sociales, y la sensación es, a veces, que los pobres son como árboles de pascua a los que se les van colgando y colgando proyectos y recursos.
En nuestro trabajo como trabajadoras sociales y como trabajadoras de una ONG, tal vez la diferencia que ha habido a partir de la generación de la cual formo parte y con la que me siento identificada, es que vivimos una posibilidad de cambio social. Se trata precisamente de considerar que la condición de ser pobres, en términos de carecer de los recursos para estudiar o para alimentarse mejor, no inhabilita para ser también ciudadano. Ciudadano en términos de tener acceso al poder, acceso a una cuota de poder de decisión sobre lo que queremos ser, sobre lo que queremos construir, sobre el tipo de relaciones que queremos establecer.
En esto, pienso, estamos ubicados en posiciones distintas. Me estoy refiriendo concretamente a las políticas sociales que emanan o que se deciden desde el gobierno, respecto de las cuales las organizaciones sociales tenemos una concepción y una manera de vivirlas y enfrentarlas distintas de la que tiene el gobierno. Y cuando buscamos un diálogo que nos permita incidir en ellas, encontramos una suerte de hermetismo. Eso va haciendo cada vez más difícil una verdadera interlocución, una participación que no sea sólo de opinión. También de opinión, pero no solamente de opinión.
En ese sentido, hay un diálogo que ha sido difícil —y aquí yo quiero insistir en una posición de autocrítica— y que nos ha llevado a las organizaciones sociales, y también a las ONG, a plantear los problemas fundamentalmente en el campo del otro: es el otro el que no me entiende, es el otro el que no me permite, el que no me da recursos. Eso es cierto, pero los problemas no están solamente ahí. También están en nosotros. Hemos sido, quizá, un tanto ingenuos, al haber apostado más de lo que se puede apostar a un gobierno que tiene que gobernar y que tiene que hacer un país gobernable, lo que le trae dificultades y formas de actuar distintas a las que nosotros podríamos tener. Nos estatizamos demasiado, e innecesariamente, y hemos jugado poco nuestro papel como ciudadanos, como parte de la sociedad civil. En nuestros discursos no lo hemos olvidado, pero en la práctica se nos dificulta desempeñarlo; abandonamos el trabajo más relacionado con hacer movimiento social, dejamos de aportar con conocimientos, de ayudar a crear una corriente cultural que se plantee en forma más autónoma, más propia, más independiente, y que esté en función del propio desarrollo.
En Cordillera, la institución a la que pertenezco, trabajamos bastante en la formación de dirigentes sociales; y allí, una de las cosas que más nos ha costado en el último tiempo, es desmontar la idea de que ser dirigente es conseguir proyectos y que mientras más materiales sean, mejor aún. Desmontar esa idea es muy difícil y, a nuestro juicio, ello ha obstaculizado enormemente la generación de tejido social, el trabajar más hacia dentro, en función de la creación de sentidos propios, de sentidos compartidos. Esto se ha ido sustituyendo por algo más exógeno, como es la oferta de proyectos y fondos concursables, que muchas veces constituyen la razón de ser y único motivo por el cual se mueven las organizaciones.
Finalmente, en relación con una de las preguntas que hacía el compañero de Brasil sobre quiénes son los pobres, creo que se sabe poco. Nos cuesta reconocer y re-elaborar nuestras concepciones anteriores. En esto las ONG hemos hecho un aporte, y lo continuamos haciendo. Por ejemplo, hay investigaciones de SUR muy valiosas en ese sentido, hechas y publicadas acá. Los aportes de otras ONG quizá son menos completos como discurso, pero también son valiosos. Sin embargo, de la diversidad que incluye la pobreza, de la heterogeneidad tanto en términos de déficit como de potencialidades, es algo que se sabe poco. Por lo general se tiende a conocer a los pobres desde la perspectiva de la carencia de determinados servicios, criterio que ha sido bastante poco constructivo de movimiento social. Se insiste en la focalización de los programas sociales en aquellos que están en mayor condición de riesgo; y lo que importa, entonces, es conocer ese riesgo más que conocer a la persona, conocer a la familia en su dinámica, en su interacción con el barrio, con su gente, también con su trabajo y su medio ambiente.

Álvaro Díaz.
Comparto la idea de que desigualdad y pobreza son como dos caras de una misma moneda. Sin embargo, a mi juicio, la pobreza expresa una desigualdad, pero ésta no es toda la desigualdad. La desigualdad es un concepto más amplio. La desigualdad es también una cuestión de capas medias. La enfrenta el pequeño empresario cuando le está vendiendo a un supermercado, y el supermercado de la noche a la mañana cambia las condiciones de pago de las facturas: en vez de pagarle a treinta días, le paga a noventa días. La desigualdad se manifiesta con los productores de leche cuando repentinamente les bajan el precio. La desigualdad se manifiesta en los consumidores que tienen dificultades para organizarse en asociaciones de consumidores. Es decir, tiene múltiples dimensiones que están todos los días presentes y patentes. Son desigualdades que derivan de diferencias en la capacidad de organización, diferencias de acceso a la información y conocimientos, y desigualdades ante la ley.
El gobierno maneja un conjunto de políticas en cuanto al gasto social, en especial las destinadas al fomento productivo, que buscan compensar las desigualdades que otra institucionalidad está continuamente reproduciendo. En ese sentido, creo muy relevante discutir cambios en el marco regulatorio de, por ejemplo, el sector salud, o el sector del agua potable. Ahí también se está discutiendo qué capacidad tienen los sectores con menos poder, de llegar a tener un espacio autónomo en un sistema económico como el nuestro. Comparto el criterio planteado por Javier Martínez, porque, a mi juicio, se ha tendido a separar pobreza y modernidad, a decir que el problema de la pobreza radica en que esos sectores no están integrados en la modernidad. Y eso es falso. La modernidad produce pobreza. El problema no es que aquí haya sectores que no se han integrado al crecimiento. El crecimiento también produce pobreza. Aquí hay ciertos mitos que es importante que sean desarticulados. En esa vinculación que hace Javier se reconstruye una relación más de fondo, es decir, la reproducción de la desigualdad. Y la desigualdad de poder también reproduce condiciones para la pobreza. Creo que esto es vital, porque la gran tarea inacabada, y que siempre va a ser inacabada, más que la transición, más que terminar las grandes tareas de la transición democrática o las grandes batallas culturales, está en este campo, el de la reproducción de la desigualdad que reproduce las condiciones para la pobreza.
Y respecto de todo esto, comparto el enfoque de que las ONG son precisamente portadoras de información, de conocimiento, de nuevas aproximaciones, de nuevas miradas sobre este tema. Pero hoy es escasa su participación en los debates que se dan al interior del sector público. Por ejemplo, en la discusión sobre si tenemos o no tenemos que rotular los productos transgénicos —materia de debate en Europa, aunque en Chile no todavía— participan sólo los ministerios de Economía y Salud, y no las organizaciones de consumidores. La experiencia de participación es todavía pequeña. Hay que expandirla, porque eso transforma las políticas. Y aunque muchas veces no hay canales de participación, igual hay que expresarse.
Una segunda tesis de Bengoa que creo muy importante discutir, es el concepto de precariedad. No fue mencionado explícitamente, pero cuando alguien está apenas por encima de la línea de pobreza y se mantiene ahí, es que está en una situación precaria, se puede caer. Yo planteaba al comienzo que actualmente hay procesos de estructuración y desestructuración; hay gente que tiene empleo y le va bien, pero de repente se le corta ese empleo y no encuentra otro durante cuatro o cinco meses. Hay un segmento de la población que está entrando y saliendo del mercado laboral, y eso no lo medimos estadísticamente. Lo que siempre se tiene es una fotografía fija, no la trayectoria de una persona a lo largo de sus entradas y salidas. Seguramente si viéramos dinámicamente el panorama, tendríamos entradas y salidas permanentes. Esto hace difícil identificar la pobreza, y lleva a que los conceptos de focalización del gasto sean útiles en ciertos aspectos —es útil intentar concentrarse en los que tienen una situación precaria, y en algunos casos se los puede identificar, como en los subsidios al agua potable—, pero la focalización como concepto de política pública social no es suficiente cuando se trata, por ejemplo, del sector salud.
Otra idea planteada por Bengoa que es bueno revisar es aquella de que nos parecemos más a la sociedad del siglo diecinueve que a la del siglo veinte. Pero, cuál es la idea de sociedad del siglo diecinueve: ¿es la “moderna” que no entiende que la modernidad tiene sus lados oscuros, o es la sociedad del latifundio? Porque el Chile del siglo diecinueve era una sociedad congelada. Ésta no es una sociedad congelada. Ésta, al igual que el resto de América Latina, es una sociedad en plena transformación, una sociedad que está siendo impactada por diversos procesos, una sociedad en pleno cambio. El cambio es una variable instalada, ya no es una cuestión ajena. Éste es un país que está modificándose continuamente y, sin embargo, es rígido socialmente. Y, en mi opinión, este tema debe alimentar la reflexión de ahora, de este siglo, de principios de siglo veintiuno. Es a explicarse este tema que debe contribuir SUR, éste debe ser su aporte para construir políticas sociales de nuevo tipo, porque cómo es posible que una sociedad en constante transformación sea al mismo tiempo una sociedad rígida, donde hay discriminación por apellidos, por sexo, por raza, por etnia, etcétera.
Debemos entender, sin embargo, que no somos Francia ni somos Alemania; no vamos a construir un Estado de bienestar, concepto que sigue siendo muy importante, de gran economía de matriz completa. Pero podemos construir redes de bienestar o redes de seguridad social, redes de protección social en una economía abierta sometida a continuos shocks externos. Ése es el tema de esta próxima década: la existencia de continuos shocks externos que van a generar nuevas dinámicas de desigualdad, nuevos fenómenos de empobrecimiento. La pregunta es, entonces, qué redes sociales hemos construido para soportar esos shocks. El país que no logre hacerlo, si nosotros no logramos hacerlo, vamos a entrar en un ciclo muy complicado, cualquiera sea el gobierno después del 2006. Éste es el tema crucial que se está tejiendo con la reforma de la educación, la reforma de la salud, la reforma previsional, el seguro de cesantía; éste es el tema que está en juego: que en tres, cuatro o cinco años, este país —que es un Estado fuerte— va a tener que construir una red social capaz de aguantar los continuos shocks externos, que impactan en la calidad de vida de la gente. Y es a esto que tienen que contribuir las organizaciones como SUR.

Javier Martínez.
Querría hacer una aclaración sobre el sentido al que yo apuntaba con la frase de Reagan, con aquello de que la igualdad se reconoce finalmente cuando nos miramos el uno al otro a los ojos. La idea es que una persona no parta desde abajo diciéndole patrón al otro, o, al revés, alguien parta mirando al otro y estigmatizándolo inmediatamente, tratándolo inmediatamente como un no igual. Si no servía la frase, no importa; para nada quería decir que en último término se trate de un cambio interno de cada uno de nosotros y que, por lo tanto, no se pueda hacer nada. Al contrario, se trata de decir que hay siempre un horizonte que se va alejando, y que nos obliga a acercarnos cada vez más a ese punto.
Sobre el tema de desigualdad y pobreza, creo que hay que hacer una distinción entre lo que puede ser un concepto más del ámbito de la teoría, que nos aclare las cosas, y lo que son las definiciones operacionales con las que se puede trabajar, las mediciones. En el concepto teórico, uno podría decir: en la sociedad existe una cantidad de sistemas, o de mercados, que reparten recursos desigualmente. Existe un mercado económico que reparte ingresos desigualmente, existe un mercado político que reparte poder político desigualmente, existen recursos de fuerza que están desigualmente repartidos, existen recursos educacionales que están desigualmente repartidos; existe capital social, relaciones sociales, que están también desigualmente repartidos. Cuando se superponen todas estas desigualdades, cuando uno encuentra un segmento donde se superponen todas las peores condiciones de los sistemas de reparto, cuando se superponen las peores posiciones en estas escalas, eso es la pobreza. Al contrario, se puede tener un recurso en un tipo de reparto, que permite superar la falencia en otro tipo de reparto. Alguien puede tener plata y no tener educación, pero entonces, mediante ese recurso, puede hacer que los hijos se eduquen o puede dedicarse al comercio; y no importa que no tenga la suficiente educación: le puede ir mejor que a otro que no tiene dinero, aunque tenga educación. Cuando esto ocurre —esto que se ha llamado ‘incongruencia de estatus’—, hay posibilidad de movilidad. Y cuando hay una congruencia completa en las desventajas en todos los sistemas de reparto, hay pobreza. De ahí que pueda decirse que la pobreza es básicamente una situación de dependencia, porque no hay ningún recurso en que la persona pueda tener una ventaja relativa para moverse en los sistemas de movilidad social.
Ahora, lo anterior puede sonar claro cuando se lo dice en teoría. Pero, por cierto, hay otras desigualdades que no tienen que ver con repartos; hay desigualdades que tienen que ver con diferencias que se han transformado en desigualdades por el peso del poder de un grupo dominante. Ocurre, por ejemplo, cuando la identidad de un grupo está definida sobre la base de cosas que tienen otro significado que entre la gente que se reparte las cosas. La tierra, para el pueblo mapuche, tiene obviamente otro significado que para el maderero. No se mide solamente en tamaño de tierra, se mide en la relación que se tiene con la tierra. Aquí el significado de la tierra es otro, no es un significado económico solamente. No se trata, entonces, de que haya más o menos tierra. Es una cuestión absoluta: hay relación con la tierra o no hay relación con la tierra. Y cuando alguien ha puesto la bota encima de este tipo de diferencias, ellas estallan después como movimientos que no son solamente movimientos de pobreza, sino movimientos también culturales, sociales, étnicos, nacionales, sexuales. Ése es el lado de la desigualdad que tiene que ver con la diferencia, a la cual a su vez se le ha puesto la bota encima. Es un tema que no se relaciona directamente con el de la pobreza, aunque puedan superponerse, y habitualmente se superponen. Las así llamadas “minorías raciales” suelen ser pobres. El movimiento negro en Estado Unidos era un movimiento de pobres, pero también era de la reivindicación de la igualdad en los derechos civiles.
Entonces, un plano en que nos movemos es ése en que hablamos de la pobreza como de superposición de desigualdades. Y nos movemos en otro plano cuando definimos para tener un termómetro, un instrumento para medir. En este caso tenemos que acercarnos al criterio teórico, pero hay muchas cosas que no podemos medir. El capital de relaciones interpersonales, por ejemplo, es una cosa muy difícil de medir. Sí podemos medir años de educación formal, podemos medir ingresos, podemos medir acceso a determinados recursos públicos y, por lo tanto, es a partir de ahí que se arman los indicadores empíricos para decir que una persona está en tal estrato, o en tal otro.
Ya el año 84 escribimos en la revista Proposiciones sobre el tema de las oscilaciones de la pobreza, sujetas a las oscilaciones mensuales de la tasa de desocupación, particularmente en períodos en que el crecimiento económico era muy escaso. Y efectivamente, cuando uno traza una línea para definir la pobreza, quedan muchos arriba y muchos abajo. En 1984, cuando planteamos no medir la situación económica de la población en quintiles, con segmentos del mismo tamaño, sino en tramos de ingreso, e hicimos la medición en tramos de 4 y 8 UF, lo que descubrimos fue que la distribución del ingreso no era en Chile como una pirámide, sino como una palmatoria: una pequeña base abajo, luego un gran plato, y después una vela hacia arriba, y al final una finísima línea. Entonces, cuando uno trazaba la línea de pobreza a partir de los criterios típicos de los organismos internacionales —ingresos equivalentes a dos canastas básicas como indicador de pobreza; una canasta, de indigencia— caía en el lado más ancho de la distribución, donde había más gente. Se puede seguir haciendo ese ejercicio todos los años, pero la novedad de los últimos diez años es que esa línea de pobreza ya no pasa por el estrato más ancho de todos, sino por el que le sigue un poco más arriba. Esto significa que hay muchas personas que están en condiciones de caer en la pobreza o salir de ella, dependiendo de las condiciones de crecimiento económico, y en particular de lo que ocurra con el desempleo. Y en esto hay que tener presente lo que decía Álvaro Díaz respecto a la creación y destrucción de empleos en la actual sociedad —y aquí voy a hacer otra cita, esta vez referida a Clinton—. Hace algunos años apareció una caricatura en el New Yorker, referida a que Clinton había dicho que gracias a la “new economy” se estaba creando algo así como dos millones de empleos al mes. Entonces, en la caricatura, un trabajador decía: “Sí, yo perdí cinco empleos, y ahora acabo de conseguir tres”. Y ésa es la fluidez de esta nueva economía. No sólo hay que considerar, entonces, sólo la gente que cae en el desempleo o encuentra empleo, sino también los empleos que se van transformando, la calidad de los empleos que se van generando, etcétera.

Álvaro Díaz.
Me quedó pendiente una reflexión sobre la tesis de José Bengoa. El tema que planteaba era que nos parecemos más a la sociedad del siglo diecinueve que a la del siglo veinte, en que elementos como apellido, raza, etnia, género, son factores de diferenciación. Y en una economía dizque de mercado —o más de mercado que nunca antes en la historia del país— los factores de diferenciación y de rigidez de la estructura no provienen del mercado, sino que son factores del “pre-capitalismo”, estamentales. Pero también hay factores de diferenciación por desigualdades de acceso a la información, al conocimiento y a situaciones de poder. Esto constituye un tema de reflexión importante, es el debate que se está dando en Europa, en Estados Unidos, en el resto de América Latina, y por cierto en el Medio Oriente. Un debate que apunta a que los procesos de marginación se explican por otros mecanismos, no necesariamente por el mercado, en abstracto. Es un tema que tiene muchas consecuencias, tanto teóricas como políticas.
Tomando otra dimensión, ¿a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos del rol de las políticas del Estado? Para asegurar una mayor igualdad de oportunidades, una de las grandes cosas que tiene que hacer el Estado, aparte de inducir procesos continuos de democratización, es proveer bienes públicos. Hay dos tipos de bienes públicos: los bienes públicos clásicos —la educación, la salud, el agua, el hábitat urbano, información—; y otros bienes públicos que son tan cruciales para la sociedad como los mencionados, y que son la confianza, la dignidad, la posibilidad de asociarse, y la solidaridad. Ésos son bienes públicos; son la forma en que una sociedad se defiende, evita que la destruyan, que la marginen. Lo que puede hacer en esta dimensión el Estado es abrir las puertas, despejar las barreras, facilitar los procesos. Pero su papel como gobierno tiene límites. Puede incentivar procesos de gestación de mayor confianza, de solidaridad, pero no los puede sustituir. Éste es también, en mi opinión, un tema crucial.

Javier Martínez.
Quisiera plantear algo respecto del punto de las redes sociales, y el tema Estado / ONG. Si me aceptan que lo esencial que nos permite definir la situación de pobreza es la dependencia, quiero pedir que me acepten también que es un paso civilizatorio el que alguien que es dependiente de la sociedad en general, salga de esa situación de dependencia. Reitero: una situación de dependencia de la sociedad en general, no de un particular. Porque el proletario se parece mucho a un esclavo, pero no es propiedad de un esclavista; el siervo de la gleba se parece mucho a un campesino libre, pero éste no es dependiente del señor.
Por qué, entonces, las redes sociales. El razonamiento progresista conduce a la necesidad de bienes sociales públicos, a la extensión de la ciudadanía social, porque la sociedad tiene que hacerse cargo de aquellos que no tienen posibilidad de funcionar por sí mismos y, sobre todo, tiene que evitar que caigan en la dependencia de particulares. Estamos hoy día a un tris de la recomposición de los viejos lazos de clientelismo —véase, si no, las campañas políticas, en especial las de la UDI—, de las organizaciones caritativas que traen amarrada la dependencia política, y así por delante. Esto es un retroceso claro hacia la desigualdad —que nos lleva a una sociedad ni siquiera del siglo diecinueve, sino de antes, incluso— y explica que el Estado tenga que preocuparse de construir una red social. Este deber del Estado, por su parte, significa que es exigible; esto es, que a quien está en la condición de dependencia se le entrega la titularidad de derechos, los cuales son exigibles. Eso diferencia la actuación del Estado de la arbitrariedad del particular, que puede ejercer su conmiseración en el momento que decida; y cuando no lo decide, no la ejerce.
El punto respecto de las ONG y de las redes sociales es que hubo un momento clarísimo en que la elite política chilena, de alguna manera, les dijo a las masas que el proceso de transición a la democracia era cosa de profesionales, de laboratorio, y que no debían producir demasiadas agitaciones. Fue un momento en que la clase política cortó sus lazos con las redes sociales constituidas previamente; y que coincidió con el momento en que las ONG vieron cortado su financiamiento externo, ya que éste comenzó a pasar por el Estado, y no de manera directa a ellas. El Estado empezó a tomar decisiones sobre qué iba a priorizar con los recursos de la cooperación internacional. Luego la cooperación internacional se retira, el Estado define hacia dónde va a focalizar sus recursos, y financia proyectos de las ONG sólo si éstas se dirigen a las mismas áreas en que él ha definido sus prioridades.
Es en este marco que querría plantear que podemos tener la mayor voluntad de decir “volvamos a tener una sociedad más activa, con organizaciones gubernamentales más activas; démosles mayor libertad”; pero, al mismo tiempo, tenemos que considerar que las organizaciones no gubernamentales son de todo tipo y que, entre ellas, hay las que buscan someter a la gente a nuevas formas de dependencia. Entonces, la posibilidad de hacer una sociedad más activa, con organizaciones gubernamentales más activas, depende también de cuál es la exigibilidad que puede tener la gente para reclamar derechos frente a organizaciones no gubernamentales que serían muy autónomas y libres para fijar sus objetivos. Mi punto es que las organizaciones no gubernamentales tienen que estar sujetas a la exigibilidad de la gente, porque si no, no estamos hablando de red social, sino de nuevas formas de organización de dependencia.

Ana María de la Jara.
En relación con el tema Estado, participación y políticas sociales, vemos que, desde el punto de vista del gobierno, la participación es para corregir, lo que está bien. Pero desde la sociedad civil —incluidas las ONG—, la participación no es para corregir, sino para vivir. Es para proponer, para hacer, para crear. Creemos que también tenemos derecho a ser parte de la construcción de un país y, por lo tanto, a acceder a los recursos estatales. Si el Estado invita a participar en las políticas sociales, pero ya todo está predefinido, eso no es participar, ni tampoco crear; es, apenas, ejecutar. Y eso, en definitiva, más bien se opone a la participación, porque no lleva a producir mayor solidaridad, mayor comunicación, restablecimiento de las confianzas. Todo lo que hay que hacer ahí es acercar servicios sociales, no crear sociedad. La sociedad no se crea por mandato; se hace, en la vida cotidiana, en las relaciones.

[1] Vicente Espinoza y Francisca Márquez, “Capital social y movilidad ocupacional en Santiago, Buenos Aires y Montevideo”. Proyecto Fondecyt Nº 1990818 (Santiago: Idea-Usach, 2001).

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